¿Dónde están las horas que pasamos juntos? Guardadas en la misma alcoba donde guardamos los baúles viejos de juguetes, están. De viaje a las profundidades, seguramente. Las vieron pasar esos pececillos fosforescentes sin cambiar un ápice de las expresiones feas que tienen en las caras.
La languidez errante de las gotas de lluvia.
Huele el salitre del mar como huele cuando se volatiliza al quebrar sobre él una gota de agua dulce que lo arrebata de su sino en el piélago para abandonarlo a la deriva de verdad que es en el aire. Imagino que para esas partículas exhaustas en el gran hueco que genera un gas, que es como un abismo inabarcable, como el universo, una nariz es una galaxia y un alma que vibre a su olor el planeta habitable que las acoge por fin tras el éxodo forzoso que les ha impuesto la tormenta. Y en su exilio encuentran el quid, el milagro de su existencia. Buenas partículas.
En la playa se van haciendo surcos por la lluvia, los tañe la lluvia sobre la arena e inquietan a los orificios que ya había excavados en ella, los que hicieron los cangrejos para salvar los huevecitos que serán algún día su progenie. Allí guardada en sus cabañas, la prole nonata debe sentir las salpicaduras de arena como un verdadero caos telúrico sobre las membranas gelatinosas de los huevos, un caos tan furioso que despeña granitos de las paredes de su cueva, y a la humedad y ese olor a salitre enardecido como cosas preocupantes sin duda; hay una guerra mundial allí arriba librada por unos elementos que ni entienden ni sienten tener que entender, que batallan más lejos de lo que su cerebro de cangrejo puede soñar en el sueño del sueño de antes de nacer, y nunca sabrán, ni cuando rompan el cascarón, que ellos mismos le forman parte aun sin la baza ni la silla ni el croupier para participar en el juego, solo con sentidos para disfrutarlo. Pero podría ser menos aún. En eso los cangrejos son como los humanos. Mi palmera es mucho menos complicada en su sentir respecto a lo que fuera de ella pasa, e incluso lo que adentro. Ella no tiene sentidos así que no se ocupa en preocuparse. Es la palmera mía, ésta, por eso mi palmera; aunque sea un matrimonio sin consentimiento y sin futuro, sí es con mucho amor, sus hojas enormes y sudadas son las que me secan de la lluvia. Cuando miro al cielo están sus hojas de cubierta, y cuando miro el tronco pienso que Polinesia está bastante bien, aunque no sé cómo he ido tan lejos. Es normal que la quiera, ¿no es cierto? Luego imagino esta isla como el peso muerto último del gran eslabón de pesos que penden bajo nuestros recuerdos, ciegos ya de tan hondo que llegaron del mar y hace ya tanto tiempo, y los arrastran. Era una cadena necesaria, pienso. De eso trata la vida, de ir caminando, a la guía los olores y el sabor de la desamargura. “El golpe que nos han dado, el golpe con el que hemos nacido”. Es de un poema mío de hace tiempo.
De ahí atrás viene ahora olor de caramelo. La Polinesia no huele típicamente a caramelo, huele a maleza y a tumtum de tambores lejanos. Aunque supongo que eso fue antes de que llegase Claire. Claire es una mujer tan ardiente... y tan buena... Ella sola podría cambiar la holografía de todo el archipiélago si se lo propusiese. Pero no es fuerte, eso no la hace fuerte en absoluto. Yo tampoco. Por eso es que nos acostamos juntos. Nos apuntalamos mutuamente, es un rito que dura desde el principio de la civilización. Más gente tendría que admitir qué es lo que sacude al final, después del placer, al sexo que hace, qué es lo que le espolea para que vuelva a pasar otra vez. O bueno, no sé. Siempre he querido darle una dimensión espiritual a las cosas que parecen verdaderamente importantes para no sentirme tan avasallado por el categorismo de lo absoluto que se impone con un gran golpe sobre el escritorio, como absoluta es la nada y la vacuidad del ciclo prolongable, tan quieto, de nuestros esfuerzos. Esto es una mierda.
-¡Claire!
La languidez errante de las gotas de lluvia.
-¡Joh, te has ido para perderte a propósito la obra nueva que he esculpido para ti en los fogones! ¡Una obra de arte!
Se oye desde lejos, Claire. Me río a propósito conmigo mismo. Claire... Quiere un beso y a alguien que la achuche por achuchar y que se deje socorrer a menudo. Que se coma sus pasteles con modales de occidental, que se limpie las manos antes de hacerlo y que al final le dé las gracias y el qué bueno estaba. A cambio ella recibe de si misma una felicidad que resuena a pasado. La felicidad siempre la recibimos de nosotros mismos. Cuando la miro entonces tan contenta me dan ganas de llorar por las tragedias que ya se ha llorado ella hasta la extenuación. Claire se metió en un vestido que no le entraba. Es de esas personas que nació fuera de época, no sé si antes o después, concebida para un lugar que no la merecía. Es como nacer en una hoguera, y las huestes de llamas le horadaron tanto el cuerpo que ya no le quedaban lágrimas para atenuarlo. Esculpida en los fogones, Claire, con su alma siempre por delante.
1 comentarios:
15 de mayo de 2010, 11:14
muy bueno, sí señor. casi consigue transportarme, con ese vaivén excitante entre el universo de los olores, microscópico y celular, y la sensación de enormidad, de geografía, que da la polinesia...
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