El golpe que nos han dado al nacer,
el golpe con que hemos sido concebidos y que cargamos;
el golpe con que al cuerpo fue engarzada nuestra alma
o que a ella le encastró un nosotros,
el que nos dieron por grabarle a ella un torso
y que suda.
Y qué si nacemos,
y qué si morimos.
Adalides del dolor es lo que somos,
puros mártires de pura sangre y llagas
de cuya espalda huyen
gotas de polvo como lágrimas.
Una apología del fracaso son todas las arrugas atrapadas
en los pliegues de la piel;
los pies del vencido y el desarraigado antes del génesis
calzamos y calzaremos siempre;
ventanas abiertas al terror que ni es,
que no puede ser sondado o entendido,
la secreta verdad que guarda
el misterio negro en las pupilas.
Pequeña es nuestra alma en plenitud
e infinitas sus fronteras.
Y qué si nacemos,
y qué si morimos.
No hay voluntad que no sea destello en su primer estado
y destello en su último
y en medio el fantasma melancólico
de lo que no existió o no se recuerda.
1 comentarios:
16 de junio de 2010, 2:00
Tu escritura como un disparo, bellísimo y brutal. La violencia de ser arrojado a la existencia sin haberlo pedido. De ser expulsado de ella, tantas veces, sin desearlo. Un tránsito fugaz entre dos destellos.
Y en el poema en prosa sobre irse de aquí, cuántas veces lo he pensado. Otros territorios, ciudades invisibles, desiertos polares, una cafetería tan tibia de la que no quiera salir. Habrá que buscarlos adentro, para que empiecen a nacer afuera.
Y sí, quiero, definitivamente quiero, saber quién fue John Wilkins, tan real como la suma de nombres de las guías telefónicas.
Un abrazo muy fuerte y gracias por ser mi compañero de ruta.
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