Sería a penas dos o tres de enero, el año recién desenvuelto y aún entre bambalinas. Era de noche y hubiese habido luna llena tras el mantel de nubes grises que habían calado el cielo todo, desde Edimburgo hasta Estambul. Estaríamos parados bajo alguna de esas luminiscencias incandescentes y anaranjadas de los farolillos del centro, mucho más románticas que los parpadeos fluorescentes de las farolas de ahora que saben sospechar y meter prisa con ese azul suyo desmayado y sin matices, ese que inquieta con callada urgencia a los que se paran a su des-sombra una noche de invierno para regalarse dos millones de besos sin dejarlos huir en la oscuridad de una acera insondable, avergonzados y súbitos, trocados en un mercado negro de las bocas. Y bajo esa luz cándida ella me estaría robando una caricia y entonces, lo tendré siempre achaparrado en la memoria -es uno de esos recuerdos holgazanes-, entonces un par de tejas desde algún tejado nos tiraron una rosa de invernadero -era dos de enero- tan, tan roja, que parecía una lágrima de sangre posándose a nuestros pies. Yo la vi caer de la copa de la ciudad, no sé de dónde, como si fuese venida desde siempre, como si viniese del infinito sólo para encontrarnos, roja, roja... un copo de nieve en flor surcando la noche oscura con los pétalos hasta amenizar en la tierra de verdad, la que no es de sueños; ella, que estaba con los ojos cerrados besándome la palma de la mano, tan sólo la oyó yacer, grácil, con un rumor verde de flor recién caída, y entonces la vio y sonrío pero no lo había entendido.
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