-Dispárale, joder. Dispárale de una puta vez. Dispárale, está herida, se muere. Se está muriendo, joder. No puedes estropearlo más. Está chapoteando en sangre, por Dios.
-La conozco, Rob.
-¿Qué?
-La conozco... Rob.
-¿Qué? ¿La conocías?
-Sí. Y la quería.
Su mano arañaba al asfalto, las uñas negras tejían cinco surcos sobre ese lienzo carmesí que los anegaba pronto, con crueldad maquinal a medida que se estiraban. Había mechones largos y rubios agonizando tendidos en el suelo, retorcidos y ensangrentados, que aún brillaban. Las arrugas del vestido negro iban laqueadas con destellos rojos. Su cara estaba contraída en una preciosa mueca de dolor. En sus ojos se reflejaba él, turbio, y sobre las lágrimas era un sueño en mitad de la pesadilla de la propia muerte.
-Mierda, Ray.
-¡No!
Bang... Bang.
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