¿Pero qué le pasa a la gente? Es un tipo de psicosis mundial, todos se creen que los demás tienen algo contra ellos, que se les van a tirar a la yugular cuando tengan la mínima excusa. Pensaba que era cosa mía, que yo era el raro con una distrofia en mi forma de mirar a las personas, pero no, no es cosa mía. Esta mañana mientras hablaba con la secretaria de mi facultad le he visto un poco miedo aleteando dentro de las pupilas y mucho más que ya había pasado dejando mella en las arrugas de su cara y las bolsas moradas de debajo de los ojos. ¿Pero de qué se asustaba? ¿De mí? Yo le hubiese perdonado que me dijese mal lo que quería saber; yo la hubiese ayudado, la hubiese escuchado si me hubiese querido hablar de sus ojeras, de por qué acababan justo donde empezaban las mejillas, si me hubiese dicho, aún sin saber muy bien cómo, buceando entre palabras en busca de la adecuada que no se dejaba coger, que había algo, algo... algo dentro suyo que la oprimía, no, que la atenazaba, no, algo que... oh. No sé. Algo. Que había algo... que... Y ese miedo estampado en la mirada lo tienen todas las personas que te encuentras por la calle.
"Vale. ¿Así que solo tengo que hacer eso? Pues muchas gracias. Creo que ya está" Luego le he sonreído por la amabilidad y he pensado que el mundo daba asco mientras me levantaba de la silla.
Antes había cogido el metro para llegar a la zona universitaria. El metro, cuando no estás dormido, es una experiencia bastante mística, lo he descubierto hoy. Cuando tuve que empezar a usarlo para ir a estudiar cada día entre semana, la de estar allí dentro era la hora más horrible del día. Soportaba a duras penas oír las conversaciones manidas de los demás sobre su familia, sus vacaciones o lo que habían comprado últimamente, y me daban espasmos en los nervios durante todo el trayecto. Iba con el corazón apretado de impotencia. Con el tiempo, claro, acabas habituándote y dejas de escuchar. Entonces el metro es solo un trámite hasta la facultad. No miras a los demás. No les miras las caras y no piensas que parecen cadáveres, que tienen el mismo color, la misma mueca de la piel, que emanan el mismo olor a muerte que tu abuelo en su cama el día que decidió no soportar más el dolor del cáncer y se fue hacia la luz. Ni tan solo piensas demasiado dónde estás, qué eres, como quién, y si lo notas, es solo de refilón, como una sensación que se deja ver un instante pero que se ha marchado antes de que hayas tenido tiempo de atraparla. Pero esta mañana lo he cogido casi a la hora de comer así que no contaba con el sopor para mantener la mente encerrada en mí. Y debo haber cambiado mucho este tiempo en el que he estado ignorando lo que hacía los días laborables, porque esta vez no he sentido la náusea de estar ahí, me ha sido indiferente oír el murmullo de la gente y ver a los que se pavoneaban (¿de qué?) y a los que estaban cansados de estar cansados.
A mitad de camino ha subido una mujer rumana vestida de negro, enjuta y muy jorobada con una muleta que temblaba y un pote de plástico en la mano pidiendo caridad. Nadie, absolutamente nadie la ha mirado, por no agobiarse con el mismo sentimiento de culpa que he tenido yo cuando ella me ha pedido a mí directamente, mirándome a los cara. Los suyos no eran los ojos de alguien que desea auxilio pidiendo piedad. No, en los suyos había odio. Cuando se ha marchado, con el cayado y suplicando con la retórica de siempre y con la misma entonación lastimosa unas monedas para comer, entre pantalones de 150 euros, mp3 y ordenadores portátiles, había odio en su forma de andar. Yo he pensado que en qué país habíamos caído. Y, bueno. No creáis que soy un hipócrita. No propugno un sistema igualitario para todos, en el que todos sean felices y tengan para comer. Qué va. Soy muy joven para mejorar el mundo. Pero eso no me quita el derecho a respirar el mismo odio que esa señora, el odio que sale de las paredes del tren, y a pensar que no me gusta, que no puede estar bien.
El mundo está enfermo. Claro. Podrido. Sí. A Bukowski le parecía un tronco plagado de carcoma que se ha puesto a arder. Es una buena forma de que te parezca. Las personas tienen miedo de las personas, sobre todo de ellas mismas; tienen vergüenza de si y se reprimen para que los demás no lo noten, para que no les escupan que tienen razón en avergonzarse porque son patéticos. Luego hay quien se desvive por dejar de sentirse así y quien simplemente deja de sentirse. ¿Qué mierda es esa del terror al fracaso, del rechazo, del "nunca errarás"? Los errores, Dios. Si son un invento humano. ¿Existen naturalmente? No, claro que no. Las cosas son, son y basta. Hacer algo es hacerlo y nada más. Hacerlo bien o mal es un componente de juicio y todos los juicios son bromas de mal gusto, aderezadas con arrogancia y desprecio -virtudes muy humanas-, que sume a cada cual en su propio y permanente estado de sitio. Y por supuesto, con tanto miedo corriendo por las venas y contagiando al cerebro las personas confunden prudencia con responsabilidad y se limitan a ir pasando por la vida sin romper nada; y cuando se confunde prudencia con responsabilidad se acaba olvidando lo que significa estar vivo, que es lo que de verdad importa, y la otra cosa que significa estar vivo, que vas a morir, hoy, mañana. No quiero decir solamente que vas a palmarla y van a meter en una urna lo que te hayas dejado en tierra, aunque en si ya tiene su punto, sino también eso de que cada instante es una pequeña muerte, un pequeño renacimiento. Que vivir es ahora, vaya. Y si se puede, después.
Todo el mundo está igual de perdido, unos lo saben mejor, otros un poco menos. A mí me parece bien estarlo -en realidad es un privilegio, todo tiene más sabor si no te lo sabes de antes, me hace sentir como una libertad corriéndome por la espina dorsal que...- pero no es lo habitual. Muchos se lo toman como un verdadero puñetazo en el riñón ¿Cuantas personas habrán pasado la mitad de su tiempo buscando algo para encontrarse? Lo buscan en los libros, en los consejos, en las religiones, claro, en sus cojones y en la tele. Al final todos se rinden o se quedan sin tiempo porque trabajan diez horas al día, y entonces lo más fácil es empezar a acatar órdenes. De muchos tipos. Por la calle está lleno de gente dispuesta a mandar cosas. Nuevos iluminados que mandan lo que está bien y lo que no, por ejemplo, y hacen que les crean, o que mandan lo que uno debe querer, y los necios acaban queriendo querer eso. ¿Que con los años han mandado que lo normal, el estado primero del mundo al mirar hacia arriba ya no sea ver el cielo, sino el techo de una habitación? Pues bien. Ya nadie lo echa de menos. ¿No? Vivimos empaquetados en cajas de hormigón compartimentadas. Eso debe emplear a más de la mitad de los psiquiatras del mundo. Eso y que hacer cosas que no queremos el ochenta por ciento del tiempo nos parezca completamente normal. Puede que lo sea, eh. Pero está bien pararse un momento a preguntárselo, y si eso es realmente ser responsable, derrochar el tiempo así cuando no tienes todo el tiempo del mundo. Buscarle sentido a las cosas ha acabado siendo el gran desagüe para las fobias de la humanidad, y aunque sirve para cebar nuestro ego, por él repta y se cuela desde las alcantarillas, a la vez, miedo y cobardía.
Con todo, unos y otros ya no se acuerdan de las cosas que les importan a ellos (aunque se saben muy bien las que deben importarles). Llamadme optimista, pero a mí me parece que saber cuales son estas es bastante fácil mientras aún te conserves a ti mismo, y que para todos son más o menos iguales más allá de los tópicos que ha impuesto la sociedad, que tiene una oferta tan para todos los gustos (la anorexia, el placer, las drogas de síntesis, las películas de sangre y semen, un sofá bien cómodo...). En el fondo, como las cosas solamente son y lo qué es fruto todo de pajas mentales más o menos útiles (y tantas tan perniciosas) de centenares de generaciones, desde el paso del mito al logos, lo que sí que es de verdad es lo que sentimos, razón a parte. Las personas son importantes, pero no del modo en que se enfocan a si mismas en el metro cuando al hablar de si lo hacen de lo que tienen y lo que ostentan. Las personas son importantes por lo que son y sienten, solo que está de moda sentir poco por practicidad. Por no odiar, como la mujer rumana de esta mañana. Es otra de las inquisiciones del mundo, que da asco y pega miedo de todo, de uno mismo y del rechazo, que hace que te olvides de quién eres, como le pasa a la secretaria de mi facultad que se siente, no sé, como reprimida, como... como... que algo funciona mal, como... ¡se siente como vacía! Eso, como si llevase veinte años vacía, abotargada, muerta. ¿Sabéis a qué me refiero, a ese vacío? ¿Sí? Entonces no seáis tontos, no me digáis que no sabéis qué es el alma. Es lo que quieren que os creáis, no por conspiración, sino por estupidez. Pero qué pasa. Que cuando sentir se está empezando a convertir en un don, las personas son tabú. Ya nadie habla de él, de su fondo, y si lo hay le tiene miedo, al suyo y al de los demás. Al fin y al cabo es algo que atenta contra su seguridad (contra su asepsia). Es normal que las personas se convierta en seres maquinales bajo estas perspectivas, en sonrisas postizas para convenir, en su imagen. Cada vez tienen un espíritu más raquítico, son más y más sumisas, menos libres, más aterrorizadas, más viejas y sin escapatoria. Ni tan solo se tienen a si mismas, tan mal les hacía sentir la opinión propia. Perdido el mundo interior y la niñez la personalidad se olvida en un pavimento asfaltado, y la felicidad... ¿felicidad?
Cuando hoy volvía a casa, en tren, he pensado "Dios... Si es que el mundo tiene un espíritu que es un putón vestido de guchi" -ya sabéis, un putón, labios enormes enmarcando una sonrisa de simio, piel curtida, piernas firmes y pelo, pelo, pelo moreno por todos lados-. "Joder. No quiero saber más de él, al menos durante una temporada."
2 comentarios:
28 de mayo de 2009, 5:47
Curiosa reflexión.
La vida es una porquería (creo que es la segunda vez que digo esto hoy). De arriba a abajo. De vez en cuando tiene cosas buenas, pero en su mayor parte, es horrorosa. Sin embargo, tenemos suerte de estar vivos.
Y, respondiéndote...
Hay gente a la que no nos da lo mismo las cosas. Hay a quien nos importan ciertos temas. Hasta el punto de la irritabilidad. El difícil conjugar la filantropía con el realismo, y eso es irritante. Me refiero a ver cómo el género humano no da de sí lo que podría. Cómo alguien de quien esperabas mucho te decepciona. Pero bueno, es normal. Odiosamente cotidiano.
Pero esas cosas me importan. Y me irritan. Personalidad, lo llaman. Ya ves tú qué cosas.
29 de mayo de 2009, 4:21
"Es difícil conjugar la filantropía con el realismo" (Aplauso).
Bueno, es verdad. Es verdad que la humanidad no es algo en que cualquiera pueda depositar su fe, por eso yo la he depositado en mí, que es como lo mismo y al revés. Pero sigue siendo tonto irritarse por eso, no porque sea una queja sin razón pero sí una muy infantil. ¿No ves? Es una pérdida de tiempo. Es mejor encontrar soluciones que reconcomerse de dolor vital y odio al mundo mientras se retoza en el cinismo entre el fango de la cotidianeidad, por muy de moda que esté el nihilismo. ¿No era la vida horrible, con sus modas y su falta de espíritu? Bueno... Yo creo que puedes estar enfadado por otras cosas para seguir confeccionando tu personalidad. Cosas más originales incluso, aunque tengan que ser un poco más humildes. Es una forma respetable de tejerla, en serio, mira a Baudelaire, aunque yo prefiero una vía constructiva.
Eh. Era un texto larguísimo. Gracias por leerlo. Tiene un buen pedazo de mérito.
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