Me estalló en una ocasión un silencio en la boca
como una granada
tan colmada de tantas gotas de sangre
que estallara al fin tras un profundo martillazo
hendido en el centro exacto de gravedad
y se abriera como el capullo de una flor preñada
y las lomas de cuero, doblegándose,
diesen paso o mostrasen
las rojas huevas de su interior
antes de desmenuzarse y disgregar
para siempre contenido y forma
en silencioso comedimiento
dejando solamente el silencioso eco
de un formidable big bang
como en recuerdo
de la suerte última del planeta
o la suerte última de las personas
que en mí era como un pitido sordo
anclado dentro de la boca
que percutía, percutía en las agallas;
yo temía enmudecido
-¿lo entendéis?-
como los lobos temen
un silencioso temor que era
como un resurgimiento
como una terrible dentellada
y durante años estuve
amando en silencio,
pensando en silencio,
hollando la tierra con un morboso silencio
de animal.
Yo probé a vivir así
con este silencio tenaz como una espátula
con aquél cinturón de castidad
alrededor de la garganta,
pero cada vez dolía más la boca
y a cambio del silencio los tímpanos progresaban,
medraban, tanto crecían que salían hacia afuera
dos pequeñas setas de membrana
que vibraban tan rápido, tan fuerte,
que todas las palabras eran gritos para mí,
poderosos gritos,
en conjunto negros océanos de dolor.
Después empecé a comprender
que en mí no existía forma pretérita
que no había conservación probable
y que lo que era era
lo que hacía lo que estaba haciendo,
digamos, solamente una respiración,
que no tenía en tanto nada para perder.
Así que un día
un nuevo martillazo al corazón de otra fruta
empezó el drástico impeler o buscar el tono
empecé a toser, a acezar,
a regurgitar furibundo las palabras enfriadas
arrancándolas a las profundas grutas
donde estaban adheridas, medio piedras,
como moluscos de aire,
hasta escupir la primera:
silencio.