El cigarrillo a medio fumar ya se había descabezado hacía rato contra el mármol negro del cenicero y se estaba empezando a astillar doblado mientras unas uñas rojas lo atornillaban, cogiéndolo por las trazas de carmín. Encima del alquitrán arrastrado, entre la ceniza, brillaban aún dos chispas naranjas. Brillaban mucho porque estaba todo muy oscuro. Aquél día no hubiese sido una buena idea encender las luces. Cualquiera podría haberse alegrado de ver que había alguien en casa, y ellos dos preferían ser parcos, no ir esculpiendo sonrisas perversas con los labios -delgados y agrietados, seguramente- de nadie. Como en una buena película, había un rayo de luna entrado por la ventana que caía sobre sus tobillos y sus pies sin zapatos y hasta un poco de las piernas cruzadas; y la rejilla fina, coqueta de sus medias se medía con la piel desnuda en una disputa muy igual. Cuando sus dedos soltaron el cadáver destripado ya no podía haberse caído más. Entonces levantó la mirada y se posó directa desde los restos en mis ojos. Daba la sensación de que había estado pensando todo ese rato en lo que iba a decir ahora.
-Te quiero, ¿lo sabes?
Todo tenía mil ápices de irrealidad y aún así estábamos más conscientes que nunca, con la consciencia que da solamente estar bendecido por la vida, aunque quiera divorciarse de ti y verte muerto a su vez.
-No es verdad. -Pero le brillaban las pupilas bajo el claroscuro- Quítate la ropa. No nos hace falta hablar de amor. El fin ya ha sido para los dos.
-Te quiero, -repitió, exactamente con la misma voz concreta y vacía de antes. Y se llevó el brazo atrás y empezó a sonar el traqueteo de la cremallera.
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