Los zombis no saben leer



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Piripipri

Cada cual se busca su forma de escapar. Ni tan siquiera de sus fantasmas, escapar de algo, escapar por escapar. Un escapar en sentido abstracto para el que usamos palabras abstractas. Amor, futuro o arte, esperanza, o milagro o superación o recuperar. Escapar en otras personas o en nosotros mismos, no importa. Su sucedáneo, el sexo, los viajes, las drogas, la televisión. Piripiprippiprippipiprpipripiprpipipripiprpiippipriprpiprpripip…

Cuando escapar sólo cuesta estar dispuesto a dar la vida por algo.

Invierno

Una mancha de humedad en el techo.

Cuando llueve le cuelga una telaraña de gotas

y un goterón solo le corona muy gordo la punta.


Hoy llueve.


Suenan los dientes contra la ventana.

El mar se ha bramado solo, eso parece.

Está lloviendo mucho esta noche

pero cae el diluvio de ninguna parte

porque está negro el cielo y basta, como está siempre el cielo.


Cierro los ojos.


Ahora

de la mancha de humedad del techo

cae una hiedra líquida de agua clara,

es como una columna en cauce

y no lleva a ningún lado;

parte la habitación solamente

y gira en derredor suyo,

o al revés,

le gira la habitación en torno;

el caso es el vómito

de cosas repetidas,

luces repetidas,

muebles y paredes repetidas,

de náuseas,

al cabo del mareo,

del mareo repetido.


Fuera siguen chapoteando en la ventana

piedrecitas blandas de mercurio.

Con amor para el protagonista, a ver si aparece

No había un hombre en la tierra que se pudiese enfrentar a él. Era el mejor, el más guapo, el más listo, el más valiente, ágil, perspicaz, elocuente, soñador, el más capaz, tenía una voz melodiosa aunque firme y un pene enorme. Muchos lo comparaban con un Dios; lo que era indiscutible es que había atracado al dispensario de dones el momento antes de su concepción. Durante su tiempo libre curaba enfermedades; en el baño, sentado en la taza, escribía novelas o continuaba el lienzo que había puesto para ese propósito; antes de dormir, cada día, se enfrentaba a sus demonios y los vencía, los humillaba más bien, y ya con el rabo entre las patas de cordero daban paso a los que tendrían que acecharle la noche siguiente. No lo habían querido asesinar porque todo él radiaba tanta omnipotencia que ni tan solo la envidia podía doblegar la adoración que, necesariamente, tenía que profesársele al verle. Incluso varios intelectuales de la época aventuraron que en caso de intento de homicidio contra él, aunque imposible en cualquier caso, la pistola, por ley natural, aunque se tratase de una cosa inanimada, había de encasquillarse, o la dinamita humedecer la mecha, o girar el coche espontáneamente el volante. Hombres y mujeres estaban perpetuamente enamorados de él y nunca era un amor vulgar. Los pérfidos, bajo el influjo de su mera presencia, rendían sus mezquindades siéndoles devueltas justo a continuación las almas, arrobadas ya antes de llegar a los cuerpos por un sentimiento glorioso de no caber en si mismas. La vejez y la edad le temían, durante treinta años no envejeció ni su aspecto ni su pensamiento, que en lugar de agriarse y estipularse cada vez con más facilidad se iba haciendo, para sorpresa de todos aquellos que no creían que pudiese haber nada superior, cada vez más y más complejo y creativo y afable. Y de hecho cada vez parecía más, y eso se temía por todo el mundo, que su espíritu hubiese de echar a volar cualquier día. En lo espiritual, antes de la mayoría de edad había superado a Buda; a los dos años, basta con decir eso, ya meditaba, y a los siete pasó varias semanas en el nirvana. Ahora se ocupaba de sentirse a cada instante más fundido con el resto de cosas, con todas las personas, pero también con los árboles y las rocas, en un sentido abstracto de lo abstracto de lo que significa fundir, y de poder vivir con esa nueva dimensión; de ser todo y él a la vez, de eso se ocupaba, y siempre decía que estaba aprendiendo mucho sobre aquello. Sería verdad, porque entendía con total exactitud todos los estados de todo lo que estaba a su alrededor. Lo suyo no era ya empatía, ni tan sólo se reducía a las personas. Era capaz de comunicarse realmente con ellas, no tenía ese problema que tenemos todo en ese sentido. Para él hablarle a sus profundidades y que ellas le recibiesen y que juntos pudiesen bailar un vals allí en ese pozo era algo natural, y siempre estaba en harmonía con todo y con todos. Hablaba con los animales, a su manera, que era como decirles cosas en un idioma universal de roces y miradas y algún que otro gesto. Una vez, a los siete meses de edad, mató a una polilla para saber qué se sentía. Luego lloró, y luego la enterró en un tiesto junto a una semilla de amapola, y cuando brotó muchos esperaban que al abrirse el capullo saliese volando una nueva polillita que ahí se había incubado. La mayoría coincide en que eso al final no pasó.
Una persona así en el mundo había acabado con las guerras; su presencia en el mundo lo había hecho mejor, más grande varios metros. Viéndole, todos se inspiraban de él. No había sitio en el mundo para una persona así y la hambruna a la vez. A sus diez años, el hambre dejó ya de tener sentido para cada uno de los individuos del mundo, se dio cuenta el último de que era francamente estúpido que aún durase. De este modo acabó también la guerra, occidente, las religiones y el cambio climático. Algo curioso es que el día de su aniversario es, según dicen los registros, el que tiene al año un mayor índice de fenómenos telúrico y naturales en general, tradición que duró desde el año anterior a su nacimiento, y que empezó la cuenta con la gran erupción solar que hizo en pleno diciembre que se volviesen a llenar las playas durante más de dos semanas. Qué calor maravilloso hizo esa vez, que el sudor que corría por las frentes de la gente traía alegría consigo, y medio mundo estuvo contentísimos y la otra mitad achicharrado. No hace falta decir que los expertos atribuyen esta serie de casualidades a un homenaje por parte del cosmos, al menos de la parte que queda cerca del planeta, y la tierra misma, de hacerle un homenaje a él, aunque a veces se propase en su buena voluntad y mate a algunos con un desprendimiento de rocas o una erupción.

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Y qué era al final. Un día más tras otro día más. Uno, otro. Visto con perspectiva era un cementerio de recuerdos creciendo en la tripa de tu cerebro, y cada vez estaba más harto de consciencia, más preñado de cadáveres. No me duele ya que las cosas pasen, que no haya misericordia para ningún amor, ninguna vida. Lo que me jode es que después de ese dolor no hay ya más que el gran crack que es el fin, y un universo de miedo con la noche echada,
tirada sobre todo,
mirándome a mí desde todas partes,
desde mí mismo,
alrededor de todo.
Hay quien entonces espera una luz, el milagro, y hay quien no, para quien ni la esperanza ha sido respetada y no le queda ni ese punto minúsculo radiando un poco desde el fondo de su alma callada,
mamada por la noche,
así oscurecida.
Yo soy a veces de unos y otras soy de los otros; pero siempre está el misterio de la nada acechando y el olor de su saliva. Es paradójico que la visión final sea una ceguera absoluta, que el verlo todo sea un gran grito a la nada, donde no puede sonar, así de trágico es, que se ha tragado las palabras. Y no hay consuelo, no se puede ni tan sólo tiritar. Al final el camino daba a una fisura extraña, mucho más negra y honda de lo que la imaginación abarca, sigue abarcando, y por eso tan desconocida. Inefable la caída, que ni es caída ni es nada.