De espaldas al horizonte



Bajo siete cielos violáceos

a la espalda del horizonte, la naranja lengua de sol,

en el suelo donde lloran las azucenas

no hay muertos, no hay hombres,

flores que arrullan apenas y dormida hierba, eso es todo,

y un corazón fugitivo, asustado,

un corazón tumbado a medio derrotar,

hundido o clavado en el suelo,

un corazón perseguido por una espada,

desquiciado, hecho jirones,

que remonta vida aún pero que solo la remonta a penas,

que está agrietado, plegado sobre si,

abrazado a sus hombros cardíacos,

evacuado,

casi seco...

tan joven y tan viejo,

pero aún late a su vida, la empele con un golpe titánico a cada latido,

y en cada uno es como si pusiese toda la fuerza última que le queda;

se diría que la quiere.

Es una vida de pedazos, hecha con tela de recuerdos,

lana de recuerdos, esparto de recuerdos,

con lino de un pasado más remoto que si misma,

con seda de aquella memoria sin venas,

esculpida sobre una piel pura que fue.

De cada costura suya ha rodado una gota de sangre,

de cada hilo se ha abrazado un torrente rojo,

un cauce de sangre con peces de plata;

por los dedos penden, siempre penden,

rubís redondos que se añoran,

rubís nostálgicos que han de partir

y la noche antes sueñan con su viejo corazón

y le ven latir esforzado, oprimido, madre sola,

y a caso al fin se arrepienten de haberse marchado,

de haberse ido navegado por las heridas,

justo a un instante de caer contra su final ansiado,

cortando el silencio de cristal,

hacia la muerte áspera y marrón de las gotas de sangre,

que es una muerte como de cuero

en un mar secado todo.

Bajo siete cielos violáceos,

a la espalda de la naranja lengua del sol de oriente,

hay un vilo de estertores naufragado

y por él lloran, desvividas, las azucenas.

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