Cada mañana, a eso de las ocho, llegaba a la casa una señorita adorable, algo mayor. Era libanesa y había estado viviendo en Senegal desde siempre; ahora trabajaba de contable pero debía haber tenido otras tantas ocupaciones. La primera vez que la vi, lo recuerdo, estaba salteando con mucha pericia los baches de la acera de una de esas calles cualquiera llenas de tráfico, de coches parados, de negros vendiendo cosas a los coches parados, de negros yendo a algún sitio, de negros sentados a pasar el día... ella era un elemento muy curioso en toda la escena, y además acababa de llegar. Me dijeron que era la que se encargaba de hacer los números entonces pero estaba muy atareado viendo cosas y no le di importancia; además, me lo dijeron cuando ya había pasado de largo. Desde el primer lunes mis días empezaron con ella que tenía el despacho en el mismo comedor que yo había ocupado, del que me había procurado un sofá y que hacía a su vez otras tantas funciones. Era el recibidor, y la sala de reuniones, y las comidas se hacían allí.; más que comedor era una sala polifacética. Ella llegaba cuando aún no venía mucho barullo de las calles circundantes y la ciudad estaba a medio despertar -se le veían las legañas-, más o menos igual que yo, que me debatía entre el sueño y la vigilia muy contra mi voluntad porque me ya había venido a ver el perro a olerme la cara o porque ya me había cansado de que los chillidos de esos pájaros verdes tan cargantes se hubiesen introducido sin invitación en mis peripecias oníricas, o porque se le había caído algo a la chica que se encargaba de limpiar -cocinar, hacer la compra, poner y quitar la mesa, lavar la ropa y mil cosas más, y que además dormía en la casa (en mi comedor, aunque ella dormía sobre un colchón estirado en el suelo que retiraba cada mañana y no sobre un sofá especializado en destrozar espaldas) todos los días de la semana excepto el sábado y el domingo-. Y aunque había ruidos de lo más variado, ya digo, antes de las ocho, estaba tan cansado que podía lidiar con ellos sin demasiado esfuerzo para pasar las mañanas dormido como quería, y hubiese podido también convivir con los coches de fuera y el alboroto de a partir de las diez, y con ella trabajando ante su escritorio de mesa de jardín reaprovechada, que ni tan sólo era una cosa ruidosa. A penas toquecitos de la calculadora, inquieta siempre que había que hacer sumas, y hojas de papel pasándose. Pero en Senegal hay una gran afición a gritar las cosas y estaba tan arraigasa que ella, tan buena persona como era -si hubiese de explicar su historia veriáis- no era menos que sus compatriotas y al menos tenía tanta práctica como ellos. La primera vez que gritaba ¡Alín! con un grito seco que aún sé hacer resonar exacto en mi cabeza (Alín era el nombre de mi compañera de cuarto) yo perdía ya toda esperanza de seguir en sofá y empezaba a desperezarme aún sin mucha conciencia. Esa sólo empezaba a recomponerla cuando tomaba el primero de tantos cafés que estuvieron más de un mes evitando que cayese redondo en mitad de la calle.
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