No fue una aventura. Fue como salir de una pecera: Senegal (I)

La ventana del comedor donde dormía no se podía cerrar. Por fuera -daba a la calle- estaba enrejada con unos barrotes de metal pintados del blanco del muro, y en ellos se sabía leer la desgana del pintor que la había esculpido para la posteridad con los trazos de pincel perfectamente diferenciados en casi todos los trozos donde no se había aglutinó la pintura en una gota redonda y amarilla. Estaban curvados en formas suaves, haciando círculos y ondas, lo suficiente como para no hacer sentirse recluídos a los de dentro que más bien se intuían refugiados en un lugar amigo pero demasiado próximo a la acción como para ser realmente seguro. Esa sensación de perpetua inseguridad -o diría más bien de perpetua exposición- a la que al principio no supe habituarme pero que luego se me hizo indispensable (cuando el límite entre yo y el mundo era tan fino que que me separasen de él me hacía prisionero) es uno de mis recuerdos más encarnizados de Senegal, por vivo y por sensación nueva e insospechada y porque hizo de mí un ser que no reconocía (tal fue su influencia). Por dentro la ventana tenía un pórtico verde de madera rajado en listones y los listones estaban inclinados unos sobre otros para que pasara el aire y resguardase la intimidad (más o menos) a la vez, y sus bisagras tenían la costumbre de no saber estarse quietas. Para cerrarlo por la noche cuando hacía frío había que trabarla con los cojines del sofá que tenía al pie. Entre los dos parapetos había una reja mosquitera pero podía haber no estado. Los mosquitos se colaban de una o de otra, ya por la puerta que daba al patio interior, la de la cocina o los agujeros de la reja, y de ahí visitaban bombilla tras bombilla todas las estancias campando a sus anchas hasta que me daba por coger el raid. El único sitio de la casa que tenían vetado era la habitación-dormitorio porque se guardaba celo en mantenerla herméticamente cerrada. Tenía la puerta cerrada todo el día y su mosquitera estaba bien pegada al marco de su ventana, ésta que daba al patio interior (de forma que ahí sí podía sentirse uno como en un lugar privado).

Cada mañana, a eso de las ocho, llegaba a la casa una señorita adorable, algo mayor. Era libanesa y había estado viviendo en Senegal desde siempre; ahora trabajaba de contable pero debía haber tenido otras tantas ocupaciones. La primera vez que la vi, lo recuerdo, estaba salteando con mucha pericia los baches de la acera de una de esas calles cualquiera llenas de tráfico, de coches parados, de negros vendiendo cosas a los coches parados, de negros yendo a algún sitio, de negros sentados a pasar el día... ella era un elemento muy curioso en toda la escena, y además acababa de llegar. Me dijeron que era la que se encargaba de hacer los números entonces pero estaba muy atareado viendo cosas y no le di importancia; además, me lo dijeron cuando ya había pasado de largo. Desde el primer lunes mis días empezaron con ella que tenía el despacho en el mismo comedor que yo había ocupado, del que me había procurado un sofá y que hacía a su vez otras tantas funciones. Era el recibidor, y la sala de reuniones, y las comidas se hacían allí.; más que comedor era una sala polifacética. Ella llegaba cuando aún no venía mucho barullo de las calles circundantes y la ciudad estaba a medio despertar -se le veían las legañas-, más o menos igual que yo, que me debatía entre el sueño y la vigilia muy contra mi voluntad porque me ya había venido a ver el perro a olerme la cara o porque ya me había cansado de que los chillidos de esos pájaros verdes tan cargantes se hubiesen introducido sin invitación en mis peripecias oníricas, o porque se le había caído algo a la chica que se encargaba de limpiar -cocinar, hacer la compra, poner y quitar la mesa, lavar la ropa y mil cosas más, y que además dormía en la casa (en mi comedor, aunque ella dormía sobre un colchón estirado en el suelo que retiraba cada mañana y no sobre un sofá especializado en destrozar espaldas) todos los días de la semana excepto el sábado y el domingo-. Y aunque había ruidos de lo más variado, ya digo, antes de las ocho, estaba tan cansado que podía lidiar con ellos sin demasiado esfuerzo para pasar las mañanas dormido como quería, y hubiese podido también convivir con los coches de fuera y el alboroto de a partir de las diez, y con ella trabajando ante su escritorio de mesa de jardín reaprovechada, que ni tan sólo era una cosa ruidosa. A penas toquecitos de la calculadora, inquieta siempre que había que hacer sumas, y hojas de papel pasándose. Pero en Senegal hay una gran afición a gritar las cosas y estaba tan arraigasa que ella, tan buena persona como era -si hubiese de explicar su historia veriáis- no era menos que sus compatriotas y al menos tenía tanta práctica como ellos. La primera vez que gritaba ¡Alín! con un grito seco que aún sé hacer resonar exacto en mi cabeza (Alín era el nombre de mi compañera de cuarto) yo perdía ya toda esperanza de seguir en sofá y empezaba a desperezarme aún sin mucha conciencia. Esa sólo empezaba a recomponerla cuando tomaba el primero de tantos cafés que estuvieron más de un mes evitando que cayese redondo en mitad de la calle.

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