El tabaco brillaba con un resplandor aciago bajo las sombras de cadmio, una atmósfera ciega y venenosa, trazas viscosas de humo que amparadas por la voluntad de su noche se adherirían furtivamente a la piel, trenzándose quedas por las extremidades, reptando en hilos hasta la mordedura que los inyectaría para devastar el tejido genético bajo la superficie, que los interpondría entre vida y nueva vida como un parapeto impidiendo la regeneración. Había convertido la habitación en el nebuloso corazón de su propio fantasma. Era turbia como su mente, hosca como sus pupilas y afilada como su pasado. Ahora, sin duda, estaba en casa. La tragedia se había cumplido, ya no quedaba atrás; en su lugar había un mar ingente de pasado para el que él era una luna de pedazos, sin párpado y descosida, chapoteando con la lluvia; quien quiera entender que entienda. Y no podía llorar, porque los astros no lloran, ni afrontar porque tampoco afrontan, y sin duda, y sobretodo, no podía tener miedo. Solo rielaba adverbialmente por lo que fue una vez su vida. Era un Buda anclado en la azotea de la nada. Había perecido en el camino. Una muerte más a la carrera.
Afuera el mundo continuaba su periplo por la inmensidad sidérea. Dos niños de cuna follaban en la esquina de la calle; en el edificio de enfrente un perico aprendía un insulto nuevo; en el cementerio su madre seguía desbastándose a tientas dentro de una tumba. Mil y mil cosas ocurrían y era como si no pasase nada.