Tengo cien rosas combadas.



Un cristal cuelga de un hilo de agua

desde el techo de la habitación,

iridiscente.

En la pared móviles

se comban cien sombras

de licores dulces y de vinos viejos.

Soñando sueña que mira el carrusel

oyendo el ding cling del cristal.


-No hay personas que nos quiebren.

Ding cling.


Una llama naranja, hundida y cándida

que en el centro de unos ojos palpita


esperando, esperando, esperando...


ardiente en un sino ardiente en un cuerpo frío.

Hay besos gestándose a la calor de su adentro,

palabras de aire, o palabras de espada;

hay lugares de colores

y, ai...

no vayan a nacer muertos.


-No hay personas que nos quiebren.

Ding cling.


Nunca soy consciente de que quiero

más que cuando es ya tarde

para querer.

Soy un tonto del amor.

¿Y cuanto ya que a cada hora

me estoy ocupando de mí

sin ocuparme de mí siquiera?


-No hay personas que nos quiebren.

Ding...



¡Plas!


Quiero hablarte con todas las del abecedario,

quiero poder ser sincero.

Que nos dore los párpados esa luz de mediodía,

aunque, como debe dar, dará igual el tiempo,

y nos los arrugue a los dos con su caricia colorada,

entrando por la ventana con el olor del agosto azul

o con la hoja parda que crepite pidiéndonos asilo

-en el lenguaje de las hojas-

del otoño marchando que la quiere llevar;

o si quieres, puede entrar también entre la niebla,

crédula manta que se cree que ciega

los embates de nuestro rayo de sol,

-el nuestro-

incansable siempre, infalible cada mañana

en la ventana aquella que sabremos

sólo tú y yo

y que estará en -shhht-

Quiero que las cosas dejen de parecer cosas

otra vez.

Y quiero acabar ya este poema, que no te quiero aburrir,

y quiero que vuelvas,

y te quiero,

y que cuando vuelvas me digas tú

qué idiota he sido.


Si no, voy ahora a que me pinche

un chino especialista.

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