John nació con un don muy especial. Tuvo Dios la bondad de agraciarlo con una característica muy insólita, una característica tremendamente excepcional entre las personas; le otorgó -dos días antes de su concepción- el corazón más sano del mundo, el mejor corazón que habría tenido nadie en toda la historia y que tendría, al menos en un futuro cercano (de unos dos o tres siglos), porque por el momento, es decir, a corto plazo, no había previsto inventar uno mejor. Claro que nada de esto supo John hasta poco antes de su muerte.
Nació John y fue atleta desde los primeros años de su vida; a fe, deberían preguntarle a sus padres, que tenía vocación de eso. De pequeño no paraba de corretear de una lado para otro y les tenía a ellos al borde de las lágrimas de amor con desesperanza y mucho cariño de padres, de esas que se tienen cuando has tenido hijos y les estás viendo crecer día a día, felices y agradecidos, aunque no lo sepan aún, de haber venido al mundo. Y cuando creció un poco, en la escuela, hizo su debut en competición y ganó muchas medallas mientras alardeaba de que hacerlo no le costaba ni una pizca de esfuerzo puesto que a penas se cansaba. Estaba a punto de entrar en la universidad cuando se cayó por la escalera de ilusión que había construido peldaño a peldaño hacia las carreras de la liga universitaria estatal; fue el médico cuando le dijo que sus pulmones sufrían una afección degenerativa quien vertió el aceite sobre los escalones. Aquél día, cuando fue a entrenar, vio por primera vez la sombra de la muerte en los lugares donde doblaban las esquinas los pasillos y los vestuarios del club deportivo, y a ella entera quietísima, con esa indiferencia tan característica, sentada sola y expectante en las gradas que daban a las pistas. Dos meses después había dejado de ir a correr, y truncado así su destino pensó en suicidarse. No lo hizo, y por eso nos lo encontramos muchos años más tarde haciendo futing por el parque para gustar aún un poco del placer que sentía de joven al ponerse las zapatillas de deporte, un sucedáneo, digámoslo así, de la vida que debió corresponderle. A qué dedicó el final de su adolescencia y su edad adulta no es muy importante. Tan sólo debe imaginarse lo que pudo ser despertar por las mañanas para alguien que se sabía poseedor de un no sé qué especial que le hacía carga sobre los hombros y que quería salir a la superficie, para alguien que presiente veinte veces por minuto que su cuerpo quiere emanar este no sé qué, este algo que aunque clama desde su interior, más al principio y menos hacia el final cuando ya había perdido la esperanza, y pregunta que qué era lo que tenía que preguntar hacia todas las direcciones porque no sabía en cuál de entre todas las infinitas tenía que encontrar la respuesta, nunca la recibía.
En el día en que nos reencontramos con él a John le han contado ya la noticia de su cáncer. Muy agresivo. En el pulmón derecho. Su mujer está llorando en casa mientras él corre por el parque. Le está persiguiendo un perro labrador con el que, se ve, se han hecho amigos, porque siempre que le encuentra corriendo va a perseguirle, y aunque el perro corre más que él se queda siempre detrás suyo pegando lametones al aire para ver si alguno le toca en la mano y se convierte en un beso de perro corriendo. John sonríe siempre al verlo, y durante un rato se olvida del dolor agudo en el pecho que llevaba meses escondiendo tras sonrisas de esas; al perro, pero también a su familia, a sus amigos. Todas igual de sinceras. Él ya sabía que se estaba muriendo, ya en el mundo llevaban meses quedando sólo los demás. Y esta vez retirarse no le parecía rendirse y claudicar, como le pareció cuando decidió dejar la hoja de afeitar en su sitio a penas estrenada en su primer bigote aquella vez hacía tantos años, y otras cíclicamente a medida que iba avanzando en la historia de su vida.
John murió a los sesentiuno en una cama de hospital tras haber adelgazado más de diez quilos, pero sonriendo. Era un hombre un poco mayor ya, no mucho pero lo suficiente como para que los médicos, por si solos, en la burocracia que mecaniza las instituciones, incluso las que cuidan algo tan excepcional como la vida de las personas, hubiesen descartado su corazón para el transplante. Fue una suerte para Frank que John, muriéndose, hubiese insistido en que confiaba que sus despojos podían servirle a alguien.
Frank tenía unos pulmones de oro. Bueno, metafóricamente. No eran los mejores del mundo, pero sí eran la hostia. Jóvenes, sanos. Nunca había fumando (sólo una vez, en realidad, pero fue marihuana). La hostia. Pero su corazón sufría una hiperestesia que le hubiese dejado inválido toda la vida, no podría haber a penas salido de la quietud de casa, y eso tan sólo hasta que una crisis hubiese acabado con él en la ducha, mirando el televisor o durmiendo. Le operaron a los 19 años. Y tan buen punto como abrió los ojos en la UVI descubrió que había nacido en él un sueño nuevo al que dedicar su alma y el erizamiento del pelo de sus brazos. Hizo futing por los parques mientras le perseguía un mastín belga trotando, aunque era Frank quien le ganaba; luego, cuando se paraban los dos jadeando sobre la hierba, le dejaba que le pegase lametones con esa lengua tan inmensa por la cara. Estaba muy contento. Luego empezó a competir en las carreras que hacían por los barrios de la ciudad y antes de darse cuenta estaba metido en mitad de un maratón para profesionales. Quedó tercero. Dos años después estaba en las olimpiadas imitando al mismísimo Filípides. Y esa vez, ganó. Ganó lo más grande y antes de cruzar la meta y en el podio, las dos veces miró al cielo y dio las gracias a John, que estaba mirándole desde las gradas, contento, sentado junto a la muerte y bromeando con su túnica y el levantársela para ver si había coño ahí debajo. Y las volvió a ganar ocho años después. Y luego tuvo los cojones de vivir 112 años.
Bueno, la moraleja de todo este asunto y lo que tienes que recordar es que tú puedes ser John o puedes ser Frank, y que ninguno de ellos (son nombres genéricos, pseudónimos... o algo así), aunque habían leído también este relato, no supieron cuál de los dos les correspondía hasta que les hubo pasado la vida y mejoró por fin su relación con ella.