-Yo me proscribí porque ansiaba ser libre, ir de aquí a allí sin rendir cuentas, sin contraer deberes ni sufrir las constricciones de la ciudad -sus laberintos de setos de cemento, esos suelos de adoquines que aplastan la hierba antes de que pueda empezar a crecer y que acaba germinando hacia abajo, y el cielo gris de hollín gris-. Ser nómada, eso, eso quería, para que el horizonte no me mirase distante como a un enemigo ya vencido. Pero también quería ser bueno, así que íbamos a ser unos proscritos bondadosos. De nada sirve rutilar por el mundo según digan los devenires del alma si vas a ir a encallar para siempre en el cenagal de la maldad. Los hombres malos son infelices indistintamente. Si la gente mezquina, la que está enclaustrada entre sus cuatro paredes y el paisaje estático y muerto de la ciudad, es agria por falta de libertad este otro tipo de acritud de los crueles es cosa de la esencia empobrecida en que han convertido a su alma. Ellos son entidades físicas, pensantes y demás, pero sin espíritu. La libertad es la liberación del alma; hace falta, pues, libertad y también un alma que liberar. Por eso icé la Holly Roger en el mástil de mi velero.
Era extrañísimo porque el hombre hablaba con total serenidad y a todos les daba la impresión de que creía todo lo que decía exactamente como lo decía. El capitán, el timonel y dos de los ayudantes del contramaestre (porque el contramaestre se encontraba indispuesto en su camarote) escuchaban atónitos al prisionero; ninguno sabía exactamente si catalogarlo todo de surrealista y pensar que aquel tipo era un loco echado a la mar, o si no debía ser como intuía su viejo y abotargado romanticismo, que estaban en un momento casi mágico, que bordeaba el éxtasis mismo de lo que uno puede razonablemente vivir y que era de esos momentos rarísimos en la vida que habrían de recordar claramente porque iba a tener un influjo desconocido pero muy poderoso en su porvenir -y que, por lo tanto, su obligación entonces era apercibirse de todo lo que se decía tal y como se decía, exactamente, y no dejar pasar detalle alguno; ningún gesto por inofensivo debía pasarse por alto porque visto tras las lentes del tiempo podía acabar tomando un significado crucial. Un ademán con las manos, quién sabe, o un parpadeo tan solo, tenía que convertirse a su debido momento en lo que les revolvería de entre las garras de la desgracia y el fracaso y les devolvería de la botella de ron o los albores del delito a la senda del triunfo y la felicidad. No debían ser inconscientes ahora, pues, y por muy repentino que hubiese sido había que replegar todas las facultades de atención y agudizar bien los oídos y cualquier otra cosa era tan inconsciente, estaba claro, como negarse uno mismo la entrada al cielo. Y aunque todos pensaban eso más o menos, en uno u otro dialecto mental, ninguno -por supuesto- lo hubiese admitido si le preguntabas, como aceptando que su vida era pura miseria y restricción y mentira aunque fueran marineros y gozasen del aire salobre del mar veinte días cada mes ante otros que, y no cabía duda, no sufrían de lo mismo -cosa que era aún mucho peor-.
Cuando acabó de hablar el pirata les miró, resiguiendo uno por uno los rostros de todos, bastante equitativamente, mientras todos esperaban a que alguien dijera algo; pero era como si en un alarde de la fortuna demostrando su imperio, cada uno se hubiese atragantado a la hora de comer (y cada uno a su manera) y aún les durase. Incluso daban la sensación de tener un bulto de más en el gaznate. Hubo de volverse la situación demasiado incómoda para que el capitán, hombre al cargo, se viese obligado a actuar.
-Ya veo...
Si lo decía como por asentimiento, como seguimiento en voz alta de un gran cúmulo de pensamientos sobre el asunto que rebosaban su cabeza y se veían obligados a transmitirse a la lengua con tal suerte que en cualquier momento había de seguir una gran disertación, ya fuese en rebatimiento o para alabar la mente preclara del prisionero, o si solamente había sido un truco de lobo de mar para aliviar el peso de la primera impresión que iban a dar a ese desconocido, que en poco les iba a tomar por paletos, o por mudos, eso, nadie lo preguntó.
-Uhum. - Le respondió él un poco divertido. Luego, las crepitaciones del barco estremecido por las olas y un poco después el capitán sonando como que empezaba a deglutir la situación. En realidad le fue fácil cuando olvidó la rara escena de antes y pudo tratar con el prisionero como hubiese hecho con uno normal.
-Verán, -fue a decir "verán", vaya, pero en realidad fue más un carraspeo de los de traquea rugosa y fuerte en cuerpo grande que una palabra- ... Verá, no sé qué debe hacer exactamente alguien en nuestra situación. No suele haber veleros de nueve metros de eslora paseándose por alta mar con la bandera pirata en lo alto. Tendrá usted que ponerse en nuestra situación, teníamos obligación de pararle. Y ahora tendremos que reportarlo a las autoridades competentes.
-Le entiendo capitán. Aunque son diez y medio de proa a popa, y casi tres de ancho en las caderas.
El capitán no entendió si eso era un desafío o una memez.
-Ya... Disculpe -Y quiso retirarse a reflexionar sobre el asunto y a consultar en privado lo que debía hacer ahora, cuales eran esas autoridades competentes de las que hablaba y dónde debía tener algo de ropa con que cambiarse que no oliese a pescado- Mire. Creo que lo mejor para todos aquí será no dejarle marchar por el momento. Reternerlo es lo mejor para todos. -Se encogió de hombros dando a entender que había de quitarse importancia al asunto-. No sé si es usted un pirata o una broma, pero no creo que le moleste esperar unas horas... -se volvió- Si no lo es.
-No, claro que no me importa capitán. En realidad me encantará charlar con ustedes.
Y otra vez el capitán se sintió sobrepasado, sin saber si continuaba desfiańdole o habían apresado a un idiota.
-Bien, ya... Oye, Hugh, que se queden Ruppert y Higgins con él. -Dijo al piloto, y se marchó a pensar a la cabina con radio, timón y gps y que se llamaba el puente.