Malherido

Siento un dolor en el costado

que es hacia adentro,

una herida hacia adentro que sangra hacia mí,

un ardor que se me mete hacia adentro.

Hay una foto, una en concreto,

que me estira un corte largo

del pecho hasta el ombligo.

Tengo una nuez partida entre las paredes

de la garganta, cortándome sus ángulos,

y no puedo parar de vomitar

arena; la boca me sabe a polvo

después de morder la tierra.

En las manos tengo llagas,

me falta la piel que se arrancó

escapada a tejerse con la tuya.

De los dedos me penden

gotas de sangre como puños,

y tengo el esternón quebrado

sudando el terror negro de perderte,

algún día perderte.

Fría está mi carne, grises mis labios y delgados,

temblando, temblando por un beso cierto.

Pero por fuera se me ve un chico bastante sano,

solo un poco triste, quizá un tanto viejo,

ni tan solo sapo amargo y en verdad,

creedme, tengo todo el cuerpo

completamente amputado,

nunca más he de tener doradas las pupilas.

Después, un soneto acompasado de gemidos

Siento cómo tus pezones se doblan sobre mi pecho mientras me subes para besarme con demasiada cautela, como un animal nocturno o una experta dispuesta a ganarme la partida antes de empezar, y tus besos empiezan siendo suspiros, mimos de labios que duran un segundo y luego se acobardan. Yo me enarbolo en tu pelo con la mano, me estoy uniendo a ti por las yemas de los dedos - y el sabor a ti de tu boca.

¿Cómo ha sido? No lo sé. Un instante. El juego niños de nuestras bocas se ha desbocado en un momento. Ahora es una orgía de pieles que no ha tardado en dejar de distinguir beso de mordisco, amigo de enemigo, que es una tormenta de labios que quema con el calor de nuestras lenguas. Tu coño húmedo está desnudo sobre mí, me roza el abdomen cada vez que arremetes hambrienta de saliva. Me abrasa cada caricia suya encima de mi pene.

Respiras. Te oigo. Me respiras a mí. Luego le respiras a mi oído esa forma de respirar que ya conozco, esa urgencia que cada vez más, conforme te humedeces, se prefiere de la nariz a entre los dientes, con la boca entreabierta en la que pienso cada vez que pienso la palabra amor. Y te rozas mojada sobre mis pantalones con los ojos cerrados para notar mis latidos en tu sexo mientras juegas a estirarme hacia abajo los bordes del pantalón. Ya siento esa necesidad de hundirme en tus caderas ahora, ahora, ahora, devorándome el cuerpo desde dentro y aún llevo el pantalón. Que entrases en la habitación solamente con esa camiseta larga, sin bragas debajo, fue venir a jugar con ventaja.

-Quiero comerte la polla.

Te odio. He visto la sonrisa. Me calientas para encontrarme el límite y que te folle con angustia. Pero no deberías burlarte de mí así. Te fuerzo un beso. Te llamo puta. Te lamo el pubis con los dedos. Te estremeces. Adoro tus gemidos y ninguno tanto como el primero.

-Haremos el amor hasta al amanecer.

R

R: Tiene usted un magnífico sentido del humor, Ray.
R: Vaya, ¿lo dice en serio?
R: Por supuesto, terriblemente en serio. Fíjese: :)
R: Sí, ése es exactamente como usted.
R: Jaja!
R: Jajajaja!

La horrible tragedia del buque Main en los mares del ser (II)

-Una vez naufragué en un poso de rabia. Es una metáfora pero la entenderán bien. Tenía prisa de todo y a todo acechaba. También tenía impotencia de ser yo y rugía siempre sobre mí enfadadísimo. Entonces me gustaba alargar la mano y mirarme la palma. Recuerdo que me asombraba tantísimo que esa mano se extendiese a mi voluntad y que se cerrase ese puño con un deseo mío como si nunca la hubiese sentido parte mí y lo único entre ella y yo fuese lo de ser presos de la misma muñeca. Les parecerá una tontería pero no teníamos lo que se dice un vínculo espiritual, y ya no con mi mano, no lo teníamos yo y mi cuerpo, solo había uno biológico. Es cierto que todos lo sentimos algunas veces como una cosa ajena, pero no era solamente eso, la desunión con mis manos y mis pies. Que mis brazos no fuesen una cosa mía no me importaba porque en realidad era el último síntoma de lo que me pasaba. Había perdido toda comunión conmigo mismo, y lo del cuerpo, a su lado, era una mera curiosidad. Yo estaba tan fragmentado que no era realmente alguien concreto; y aunque podía aguantar varias horas, si me esforzaba mucho, haciendo equilibrios sobre uno de esos fragmentos de conciencia, siempre acababa precipitándome a otro en cuanto bajaba la guardia. Me aterroricé al pensar que mi nombre no llamaba a algo con esencia sino a un grupo de personalidades siguiéndose unas a otras bajo mi apariencia, que ni tan sólo era ya mi apariencia. Pero durante toda aquella deriva hubo algo por encima de mí, algo que a la vez tenía dentro... no sé si me entienden, y eso de lo que les hablo me dolía todo el tiempo, me encontrase en las latitudes que fueran del mapa de mi trastabillada alma. Al fin y al cabo, de no ser así, si me hubiese podido adaptar sin más a cada estado aceptando mi sino de ser plural e inconcreto no hubiese sido un naufragio ni me hubiese sentido perdido en absoluto, me hubiese vuelto loco y basta. El único descanso lo encontraba en el sueño. Ahí me sentía abrazado por esa entidad de la que hablo, que yo contenía y que a la vez me contenía a mí, y así sí estaba a gusto. Lo que quiero decir es que, chicos, nuestra única fuente de nosotros no nos pertence porque no la podemos acceder ni analizar, ni tampoco pedirle razones. Y mi problema entonces no era en absoluto estar hecho jirones de espíritu; ese era el consuelo. No era verdad, pero era más fácil explicarme a mí que estaba perdido en mí mismo que explicarme esa conciencia nueva, esa concepción de mí que me quitaba cualquier tipo de libertad. Yo, que hasta entonces había sido, el yo que habla y hace y cree, se volvió de repente ante mis narices un artificio, una beldad de otra cosa. Me di cuenta de que en realidad sólo existo de una forma que no llegaré más que a rozar pero que me dobla a voluntad y me priva de la seguridad que había encontrado siempre y que siempre había creído natural de imaginarme en el mundo, a mí, como una cosa tangible, una propiedad de mí mismo, una... identidad. Era más fácil sentir el imperativo de reconstruirme -a saber de qué, cómo y empezando por dónde-, que entender que no existía.

Higgins pensaba ya, a estas cortas alturas de nuestra narración, que el hombre estaba loco. La verdad es que sobraban indicativos porque ahora estaba hablando solo, pero había de ser un tipo de locura más extraña de lo habitual, para nada la que salía en las películas o de la que se hablaba cuando se hablaba de ella a propósito del nuevo caso que había aparecido en la vida de alguien, aquél viejito que recoge cajas de cartón para decorar su casa o ese vecino ruso que habla solo por la escalera y que más o menos por las de todos, más tarde o más temprano, se pasa a amenizar. Ahora Higgins lo miraba de reojo. Estaba claro que el tipo tenía que estar chalado, estaba clarísimo, pero era un estilo de psicosis diferente, con un deje más siniestro incluso que el que lleva de por si la psicosis común... A decir verdad era algo que él ya había intuido desde el principio, ahora solo se hacía patente en un escalofrío -placentero, oh sí- de los del tipo que te están dando la razón. Ocurría que el prisionero había empezado a hablar con Ruppert hacía un rato sobre las laderas de la isla de crown -que quedaba en las latitudes en las que estaban- después de haber charlado ya sobre el tiempo -cosa que en alta mar es un poco menos trivial que en tierra firme pero que os digan lo que os digan sigue siendo un tema introductorio de esos que tienen tan poco interés-; después de eso la conversación había degenerado a una velocidad sorprendente hasta acabar convertida en esa filípica sobre lo dura que es la consciencia, momento culminante de la cual y que se había visto truncado por la entrada en escena un poco tosca del capitán, que requería a Ruppert para algo que se sabía relacionado con su ropa; pero lo raro del asunto es que después de que Ruppert ya se hubiese ausentado, interponiendo la política disculpa, y aunque el prisionero hasta había dejado de hablar para desearle suerte en lo que fuese que tenía que atender, porque aunque loco, era lo que sí parecía era un hombre amable, luego, ya el compañero fuera se entiende, él había seguido la argumentación allí donde la había dejado con la misma determinación y brillo en las palabras que cuando estaba su interlocutor presente.

-¿Qué opina usted?

-¿Um?

La pregunta, como al lector, le pillaba por sorpresa, pero Higgins era un tipo raudo, rápido, que no se la pasaba esperando que el pez picase el anzuelo y prefería métodos más expeditivos, como la pesca de arrastre.

-Es usted un tipo muy raro, eso es lo que creo.

-¿Lo cree? Vaya. -Y se ríe afablemente, aunque se le da tan bien que parece que sí le ha hecho gracia- Sí, quizá sí. Se lo debo a mi familia. Mi padre estaba en la marina mercante, y aunque era bueno navegando se le daban fatal los negocios. Si había conseguido el puesto tenía que ser por otra cosa. Yo creo que era su destino dedicarse a la mar. Ya nació en mitad del océano, fue el parto de una duquesa que iba a tener al hijo ilegítimo de un actor de circo congoleño que se ganaba la vida embarazando a duquesas. Lo fue a tener en el mar porque no quería saber nada más de él, nunca, aunque era muy filántropa y no hubiese podido dejarle morir sin más, ahogado en su propio llanto; así, tuvo la precaución de hacer llevar un barco sin bandera a un punto del mar que equidistaba de las costas de Inglaterra y las de Canadá, justo en mitad del Atlántico, con la esperanza de que con el papeleo de la nacionalización se perdiese para siempre en el sistema burocrático internacional. Pero de entre la sangre y los pedazos de placenta ese día surgió una cabecita, y era pálida... rosadísima. A ella le debió dar la curiosidad porque en cuanto se enteró de cuanto se parecía a un bulto reblandito de bebé albino hizo encender motores inmediatamente para tirar el barco hacia el lado que quedaba más cerca del Reino Unido antes de que hubiese acabado de parir. Desde entonces el tema de la paternidad fue muy misterioso. El feriante tenía una marca de nacimiento en el dedo pulgar, pero era una marca clara y si la tenía mi padre podía estar confundida con el resto del dedo... Y a todo que el feriante jura y rejura que quiere ser conde... y que hay un abuelo suyo que era belga.

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